Ya era hora, desde luego. Hasta ese momento, el Pinzas estaba francamente descontento de sí mismo. ¡Un sábado soleado, el hipódromo alegremente lleno de candidatos al expolio de la más variada condición y habían transcurrido ya dos carreras sin pescar absolutamente nada! No es que el Pinzas fuese apresurado ni ambicioso, tenía para eso demasiados años de práctica a sus espaldas. El primer mandamiento de su decálogo profesional ordenaba la paciencia por encima de todo. Siempre que lo había transgredido, acabó en la comisaría. ¿Otros mandamientos? Fijar bien el objetivo y familiarizarse con él (hacerse su sombra, en la jerga del Pinzas, hasta el punto de que la cartera del prójimo vigilado llegase a parecerle suya, incluso antes de apoderarse de ella); anticipar la ocasión favorable un minuto antes de que efectivamente se presentara, de tal modo que la mente iniciaba el gesto definitivo anticipándose con visión de futuro al instante de ponerlo en práctica; llegado el momento, actuar con decisión, sin vacilación ni enmienda, siempre una sola vez y no más; si el gesto fracasaba a la primera, renunciar de inmediato, nunca insistir, alejarse discretamente y buscar otro objetivo. Y aguardar: cuanto hiciese falta y hasta un poco más.
Pero incluso siguiendo estas sanas reglas de conducta -así reflexionaba el Pinzas, que siempre mostró inclinación por la consideración general, incluso filosófica, del empeño humano en este mundo hostil-. lo cierto es que solían detenerle a uno. Veamos: él se consideraba sin vanagloria ni falsa humildad entre la gama alta de su gremio. Pues, bueno, aun asó lo normal era que le pillasen al menos una vez cada tres meses. Su récord, establecido precisamente el pasado año, estaba en doscientos quince días operativos sin interrupción legal. Una racha de suerte, para qué engañarse. El período de bonanza normal oscilaba entre noventa y ciento diez. Después, el manido fastidio del calabozo, la inane charla con el juez, el breve paso por algún establecimiento público cuyo funcionamiento conocía desde luego mejor que sus administradores. ¡Merecia la pena ese trasiego? El Pinzas suspiró (aunque sólo mentalmente, porque mientras tanto se desplazaba con diligencia desde las taquillas de apuestas hacia el paddock, así que no era cosa de derrochar aliento) y se dijo que la pregunta adecuada no era ésa, sino más bien esta otra: ¿tengo alguna alternativa fiable, rentable y alcanzable, aquí, ahora y a mi edad? Como tantísimos otros antes que él -profesores de metafísica, banqueros, políticos, grandes generales, esposos y esposas sin alivio, vendedores de electrodomésticos, el mismísimo Héctor dubitativo antes de enfrentarse a su asesino Aquiles-, la respuesta que se volvió a dar el Pinzas fue la misma de siempre, la previsible, la irremediable, la que a fin de cuentas mejor nos arropa: no.
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